El teléfono sonó a mitad del discurso. Apenas uno momento para tomar un profundo respiro. Después el reflejo condicionado. Observar, llevarlo a la sien y disparar. Quedan 3 minutos, quizá 5.
Unas últimas palabras, y unos cuantos pasos antes de desaparecer para el mundo.
Una última voluntad.
En el testamento van primero unos balbuceos inaudibles.
Después un mea culpa.
Y al final, una carta, un reproche.
Quizá un momento para pensar en una mirada, o en una voz, un momento que nunca llegará.
Porque todos sabemos que todo tiene un fin, y que a veces escapa por un instante a su destino. Pero nadie escapa.
Y ahí en medio de ecos sin sentido, en el fragor de la batalla, un tirón me regresa al momento.
Muestra su escudo. Tan pesado que impide levantarse. Tan vistoso que no se puede ocultar.
No quedan muchas palabras cuando estás en la antesala de ser juzgado en un lugar lejano.
La bomba está en la sala.
Y antes de que explote, con todo el oxígeno que has devorado en el intento, una palabra te recuerda que no hay marcha atrás.
De vez en cuando, el caminar periodístico sacude el mundo, tu mundo.
Puedes intentar un escape, o fingir tu ausencia. Lanzarte en ataque suicida, o procurar que tu único tiro resuene en los laberintos de tu soledad.
Al final serás sentenciado.
Quizá la bala quede en tus manos.
El mundo es un eterno conflicto. Y yo apenas uno de sus soldados.
No estoy aquí. Tampoco estoy en mi historia.
Estoy en los ojos y palabras de un juez implacable. Que me recuerda que hay cosas que solo yo puedo hacer.
Tiempo cumplido.
Hora de moverse, de tomar posiciones. Vuelve al mundo, a tu trinchera en sigilo.
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